El baúl de los recuerdos (I)

Miranda (The Tempest), de John William Waterhouse:

Este cuadro prerrafaelista que ilustra una escena de una obra de Shakespeare adornaba la portada de una novela que me encantaba cuando era mucho más joven: La Reina de las Nieves, de Carmen Martín Gaite. En realidad el cuadro y la novela no tienen nada que ver, pero a algún avispado editor se le ocurrió la idea de ponerlo como ilustración de cubierta para así, supongo, ahorrarse el tener que pagar a algún ilustrador, fotógrafo o diseñador gráfico para que le hiciera la portada…

Lo mismo da, el caso es que me regalaron esa novela por Reyes, allá cuando tenía 13 años (regalarme libros era siempre un acierto tratándose de mí). La devoré, y la releí varias veces durante mi adolescencia. Pero no sólo me encantó la novela, la imagen de la portada también me fascinaba y me parecía preciosa. Era de esas que me podía pasar horas mirando. No logré dilucidar muy bien de dónde habían sacado el cuadro porque alguien no tan avispado había escrito en la contraportada que la imagen de la portada pertenecía a un cuadro llamado Mirando la tempestad, de un tal Waterhouse que no me sonaba de nada. Tuvieron que pasar muchos años para que conociera de verdad a este pintor, gracias a otros cuadros suyos, me encantara, y me sorprendiera encontrando más tarde a este cuadro entre sus obras, descubriendo que no era Mirando la tempestad, sino Miranda (la tempestad).

Pero a lo que iba, este cuadro no es especial para mí porque me gustara y me pasara horas mirando la pequeña cubierta del libro (hay muchos cuadros con los que he hecho eso a lo largo de mi vida, antes y después que este), sino porque a los 14 años, un buen día de febrero, me dio un arrebato, cogí la portada del libro, unos carboncillos y mi bloc de dibujo tamaño A3 que me había regalado mi padre para mi cumpleaños, ese tan grande que tanto respeto me daba, e hice esta, la última gran obra de mi adolescencia:

Una joven aspirante a artista orgullosa de su obra

Una joven aspirante a artista orgullosa de su obra

¡Así de orgullosa estaba que hasta me hice una foto con el dibujo y todo! El dibujo tendrá sus fallos, y muchos, pero yo era una cría que no había dado una clase de dibujo en su vida, ni la daría hasta muchísimos años después, ya de adulta, y Miranda supuso la cima de mi corta carrera hasta entonces. Pero también supuso el principio del fin. En los meses siguientes no logré hacer nada que lo superara, ni siquiera que lo igualara. Acabé autoconvenciéndome de que eso era lo máximo que podía llegar a hacer, de que había alcanzado el límite de mis capacidades. En definitiva, me faltaba alguien (un amigo, un profesor, o yo misma) que me diera una buena colleja y me obligara a seguir. Así, mis dibujos cada vez fueron espaciándose más hasta que sólo hacía cosas facilonas y pequeñitas en las hojas traseras de mis cuadernos del instituto, o en los bordes de mis agendas escolares. Mi evolución se quedó estancada, y tuvieron que pasar casi 10 años para que me diera cuenta de que podía llegar más lejos aún, y de que aún hoy me queda mucho por recorrer.

Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.